16.6.08

Arquivos espanhóis

REPORTAJE
La historia oral de la guerra llega a juicio
Los investigadores reclaman protección constitucional y que secumpla la Ley de Memoria Histórica frente a las acusaciones de las familias de presuntos represores de la Guerra Civil y del franquismo


JOSÉ ANDRÉS ROJO 02/06/2008

¿Hasta dónde se puede llegar a la hora de investigar el turbio pasado de la Guerra Civil? ¿Es más importante conocer lo que ocurrió, y hacerlo público, o abstenerse para respetar el honor de los descendientes de episodios tan poco edificantes? ¿Qué margen tienen las víctimas, que pasaron años de humillación y oprobio, para recuperar una dignidad que la dictadura les escamoteó? ¿Hay algún consuelo en conocer la verdad? ¿Qué peso tienen los documentos que se conservan de la represión, con juicios sin garantías jurídicas y con testimonios arrancados en una atmósfera de miedo a una autoridad implacable? ¿Y qué crédito dar a los testimonios orales de los supervivientes que, en muchos casos, no pudieron hablar hasta fechas recientes?

Hace unos meses, el Juzgado de Primera Instancia de A Estrada, en Galicia, absolvió al historiador Dionisio Pereira que había sido acusado por los descendientes de Manuel Gutiérrez, alcalde de Cerdedo durante el franquismo, de no querer rectificar para salvar el honor de sus antepasados las conclusiones que hizo públicas en 2003 en un libro colectivo sobre la represión franquista. Basándose en testimonios orales, Pereira señalaba ahí la presunta implicación de Gutiérrez, y de Francisco Nieto, entre otros, como "participantes o instigadores" en los actos que acabaron en agosto de 1936 con la vida de seis personas en la comarca de Cerdedo.

La decisión de absolver a Pereira la tomó el juzgado, recurriendo a abundante jurisprudencia para defender sus derechos constitucionales de libertad científica y de opinión "en el terreno histórico". La familia de Manuel Gutiérrez ha recurrido y el caso está ahora en manos de la Audiencia Provincial de Pontevedra. Con el peligro de que nuevos recursos, si el fallo es semejante, lleven a Pereira a instancias jurídicas superiores, conduciéndolo a un temible calvario judicial. Con la voluntad de defender su trabajo, el pasado 20 de mayo un documento dirigido al presidente del Gobierno y a los presidentes del Congreso de los Diputados y del Senado manifestaba a través de la Red la solidaridad de una serie de historiadores con Dionisio Pereira. Entre los 349 firmantes figuran Paul Preston, Sebastián Balfour, Ángel Viñas o Nicolás Sánchez-Albornoz, y numerosos historiadores latinoamericanos (muy sensibles a los horrores de sus propias dictaduras). La iniciativa la puso en marcha la red gallega e internacional Historia a Debate, que preside Carlos Barros, que encabeza la lista de firmantes.

Terra de Montes, provincia de Pontevedra, 11 y 13 de agosto de 1936. El enfrentamiento que ha partido en dos a España desde el 18 de julio llega a ese remoto rincón de Galicia. Es zona de canteiros y, frente a otros lugares más conservadores, allí las ideas socialistas han encontrado terreno abonado. Los falangistas del lugar, las autoridades y la Guardia Civil no los ven con buenos ojos. Reclaman que detengan a unos cuantos. Al final son cuatro habitantes de Cerdedo y dos de Soutelo de Montes los que son conducidos al cuartel de Pontevedra. Una noche desaparecen por el monte, luego aparecen muertos.

Lo que Dionisio Pereira ha hecho ha sido volver sobre ese episodio de los días más cruentos de la Guerra Civil, cuando uno y otro bando se habían enganchado a una espiral de violencia gratuita y desbocada. Los ganadores de la contienda pudieron en su día rendir honores a los suyos que murieron en aquellas terribles jornadas. Los perdedores en muchos casos no saben aún, o no han sabido hasta ahora, dónde están los suyos, quiénes los mataron, cuándo, por qué. No hay documentos. El único camino que queda es la historia oral, los recuerdos de los pocos que quedan que estuvieron allí.

La Ley de Memoria Histórica, aprobada en diciembre de 2007 tras un largo calvario de negociaciones, malentendidos, críticas y polémicas, sentó finalmente las bases para que los poderes públicos llevaran a cabo políticas dirigidas al "conocimiento de nuestra historia y al fomento de la memoria democrática". Lo que el documento de los historiadores señala es que, precisamente por los efectos de esta ley, los juicios contra los historiadores podrían intensificarse. Así que piden que "se añada una declaración de legitimidad constitucional de la libre investigación sobre la Guerra Civil y el franquismo, basándose en fuentes históricas, tanto escritas como orales, de acuerdo con las metodologías correspondientes, sin censura previa sobre ningún nombre, fuente o dato histórico".

"La situación no se ha normalizado aún en este país", explica Dionisio Pereira. "Quizá en Madrid, Barcelona, Vigo, pero en los pequeños pueblos y aldeas sigue sin reconocerse la dignidad moral de las víctimas". Hay en muchos lugares resistencias evidentes a prescindir de los símbolos del franquismo, a cambiar los nombres de las calles, a facilitar la investigación en fosas comunes y a abrir las puertas a los historiadores para que hagan su trabajo con libertad.

Pereira ha recuperado en un escrito situaciones análogas a las suyas: Emilio Silva y Santiago Macías soportan varios procesos judiciales por su libro Las fosas de Franco; un trabajo de Alfredo Grimaldos sobre la sombra del dictador durante la transición ha sido denunciado por la familia del ex ministro Juan José Rosón; la escritora asturiana Marta Capín fue absuelta de la acusación de los familiares de un falangista mencionado en su obra Los crímenes de Valdediós, que cuenta lo que ocurrió en aquel sanatorio de Villaviciosa cuando entraron en él las tropas franquistas; un juez de Cambados, en fin, ha cerrado la página web donde estaban volcados los escritos de un comunista de O Grove, en los que daba los nombres de los que llevaron a cabo las represalias en aquella pequeña villa de las Rías Bajas.

¿Cómo recuperar el pasado? Mejor, ¿cómo recuperar un pasado lleno de sangre? "Ningún notario firmará nunca un paseo", dice el historiador gallego Emilio Grandío Seoane, que ha dirigido el volumen colectivo Años de odio sobre el golpe militar, la represión y la Guerra Civil en A Coruña. "El debate surge cuando se plantea, de un lado, cuál es la verdad judicial, y de otro, cuál es la verdad histórica. Jurídicamente sólo cuenta lo que tiene detrás unos papeles. Entonces los que murieron en los paseos y fueron enterrados en fosas comunes sin registro alguno, ¿qué ocurre, que no existieron?".

Grandío no tarda mucho, sin embargo, en señalar que desconfía mucho de reconstruir lo que pasó utilizando como única fuente los testimonios. "Hay que buscar la mayor cantidad de filtros posibles, cruzar los testimonios, buscar apoyaturas escritas (registros civiles y de las cárceles, causas militares, consejos de guerra, fichas sanitarias...), localizar los lugares que puedan conservar los restos de los desmanes, ir a los papeles que den pistas de lo que pudo pasar. Hay que ser prudentes y rigurosos".

Prudente fue, desde luego, Juan Carlos Carballal, juez de Cambados, cuando ordenó cautelarmente cerrar la web en la que Fabien Garrido había volcado los escritos que encontró en Nantes de su padre, Ramón, un combatiente antifascista que tuvo que exiliarse en Francia. En aquellas páginas, escritas a mano por el que fuera marinero y comunista, implicaba directamente en la represión franquista al alcalde de O Grove, Joaquín Álvarez Lores. Hubo denuncia de dos hijos de éste, y el juez cerró la web hasta que tenga lugar el juicio, "para proteger el honor de los descendientes", explica. "Mi trabajo no es el de valorar un trabajo histórico. Debo simplemente resolver, en función de los argumentos de las partes, cuál de estos dos derechos fundamentales pesa más: si el derecho de un investigador a saber lo que ocurrió o el derecho a salvaguardar el honor de unas personas. Hay además ahí otra cuestión: ¿puede ese derecho pasar a sus descendientes?".

"Decir que Franco es un criminal es una cosa; decir que lo fue Fulano de Tal, con nombres y apellidos, es otra muy distinta y mucho más delicada. Es, por otro lado, diferente señalar al represor de una gran ciudad que hacerlo con el de una pequeña localidad", comenta el historiador Julián Casanova, uno de los autores de Víctimas de la guerra civil (Temas de Hoy), el volumen que coordinó Santos Juliá y que daba cifras rotundas de la magnitud de la represión. "Los lazos familiares son ahí mucho más estrechos y las lealtades primordiales más fuertes, así que no es difícil que los investigadores sean denunciados al hacer públicos los nombres de los represores".

"Los historiadores no pueden certificar lo que ha ocurrido", explica el historiador José Álvarez Junco, que ha seguido muy de cerca los avatares de la Ley de Memoria Histórica. "No pueden establecer una verdad oficial. De eso se encargan los jueces. Lo que los historiadores hacen es investigar en las fuentes más diversas para poder argumentar que, después de comprobar en muchos y diferentes testimonios, las cosas con gran seguridad ocurrieron de tal y tal modo".

La paradoja que se da al volver sobre el pasado es justamente la de valorar la veracidad de los documentos. Cuando hay una dictadura de por medio, muchos de los testimonios escritos que se conservan de esa época podrían haberse obtenido bajo coacción. Pero están ahí, en unos papeles oficiales. Los testimonios orales, en un clima de libertad, acaso se ajusten más a la verdad, pero son palabras dichas muchos años después. "Desde un punto de vista historicista, la mejor prueba oral es peor que la peor de las escritas", explica Julián Casanova a propósito de esta cuestión. "Los ganadores de la guerra estaban sin embargo tan convencidos de haber acabado con el mal, y de ser ellos los portadores del bien, que dejaron muchas huellas de sus desmanes: juicios sin garantías, fusilamientos, expropiación de los bienes de los derrotados... Dejaron las pistas incluso escritas, y por eso se ha podido conocer la envergadura del terror que generó la dictadura franquista", añade.

Los historiadores desde hace ya un tiempo han desentrañado los mecanismos de terror que se pusieron en juego durante la Guerra Civil y que se prolongaron en la dictadura, explica Casanova. "Saber que un cura delató a un republicano en un pequeño pueblo no va a cambiar la manera en que se sabe que funcionaron los mecanismos de la violencia", dice. "El problema siguen siendo los meses del terror caliente, en el verano de 1936, cuando se produjeron los mayores desmanes al margen de registro alguno. Hay unas 20.000 personas que fueron víctimas de los ganadores que no están identificadas".

Quizá las investigaciones sobre testimonios orales no cambien nuestra mirada sobre la historia reciente. En términos sociales, sin embargo, la reparación moral que reclaman las víctimas, y sus descendientes, es la energía que alienta a tantos historiadores a buscar la verdad para cerrar definitivamente las heridas de aquella terrible guerra.

La desidia de los archivos
Primitiva López tiene 97 años, vive en El Toboso, un pequeño pueblo de La Mancha. Casada con un soldado republicano que murió en el frente, fue detenida al terminar la guerra y luego acusada de complicidad con el bando leal. Fue recluida en la prisión de Ocaña, donde pasó unos años, y después fue desterrada a Valencia (donde todavía pasa ahora algunas temporadas). Cuando pudo regresar a su pueblo, tuvo que pelear para recuperar la casa de sus padres, que las autoridades estaban a punto de quitarle. Ha pedido a su sobrino que solicite el consejo de guerra que la llevó a la cárcel, y le estropeó tantos años de vida, para saber quién la denunció, de qué la acusaban, por qué tuvo que pasar tanto tiempo entre barrotes.Ese documento tienen que facilitárselo a Primitiva López en el Tribunal Militar Territorial número 1 de Madrid. "Se conservan allí alrededor de medio millón de consejos de guerra", explica el periodista Pablo Torres (Premio Ortega y Gasset por sus imágenes del 11-M), que está a punto de terminar Los años oscuros en Miguel Esteban, donde reconstruye lo que ocurrió en ese pequeño pueblo de Castilla-La Mancha durante la Guerra Civil y la dictadura. En ese archivo, cuenta, está el consejo de guerra a Miguel Hernández ("a punto de deshacerse por el uso y su mala conservación"). El caso es que allí "las peticiones se acumulan y los funcionarios no dan abasto".Un problema de los historiadores de nuestro pasado reciente es que los denuncien los herederos de los presuntos represores. Otro problema distinto son los archivos. Pablo Torres ha tenido que esperar entre 9 y 18 meses para que le entregaran algunos documentos que había solicitado. Era de tal magnitud la demora que durante un tiempo pensó que había una voluntad explícita por parte de las instituciones para que no se removieran aquellos lodos, e incluso se dirigió al Defensor del Pueblo y al Consejo General del Poder Judicial para manifestar sus quejas. Ahora ha entendido que, en ese archivo, el problema no es político sino burocrático. Tiene que ver más con una novela de Kafka que con un poema de Brecht.Lo suyo es la microhistoria. Quiere saber lo que pasó en Miguel Esteban, el pueblo en el que nació. En un caso, ha topado con problemas burocráticos. En otro, directamente lo ignoran: "Hay mucha información en el archivo histórico del penal de Ocaña, pero obtener documentos allí es imposible". Pablo Torres explica que "no hay forma de ver ese archivo para conocer su estado de conservación" y que exigen para facilitar la información "muchos datos del expediente que solicitas". Y añade: "Si solicitas un expediente es precisamente para saber más y lo único que tienes, a veces, es simplemente el nombre del que estuvo preso"."La información sobre la guerra está dispersa en múltiples archivos", cuenta Pablo Torres. "Y cuando la encuentras, muchas veces faltan muchas hojas: alguien se las llevó. Recurrir a los testimonios orales es también una gesta. Todo el mundo que era de izquierdas tuvo que abandonar Miguel Esteban y emigrar. De pronto descubres que alguno vive en Getafe, otro en Rivas. Luego viene la siguiente complicación: les cuesta hablar. Sienten un gran pudor para reconocer que los pegaron y los humillaron".Ninguno de estos dos archivos con los que ha trabajado Pablo Torres está digitalizado. "En el TMT número 1, las fichas y los expedientes están en sitios diferentes, y muchos se están pulverizando, por viejos, o se están convirtiendo en ladrillos de celulosa, al pegarse unas hojas con otras".

http://www.elpais.com/articulo/sociedad/historia/oral/guerra/llega/juicio/elpepisoc/20080602elpepisoc_1/Tes

La memoria histórica y los archivos

M. PAZ MARTÍN-POZUELO - Colmenarejo, Madrid - 16/06/2008

Bajo el título La desidia de los archivos, que acompaña al reportaje La historia oral de la guerra llega a juicio, que publicó este diario, se nos muestra la cara menos amiga de los archivos, esos centros imprescindibles para la sociedad, digo bien, imprescindibles, porque hacen posible la memoria y porque convierten en real el ejercicio de los derechos humanos. La verdadera cara de los archivos es otra más amiga. No negaremos que los hay aún cansinos y tristes. Los más, sin embargo, son eficientes, activos, vivos, porque hay profesionales que, sin apenas medios, están sabiendo responder a las necesidades de una sociedad cada vez más exigente con la información y con la memoria. Una cosa es absolutamente cierta. De contar con profesionales suficientes y cualificados e instalaciones suficientes y adecuadas, los archivos estarían, sin ninguna duda, muy lejos de la desidia. Cuando estos medios escasean o sencillamente no existen, los archivos se llenan de impotencia. Desde el Observatorio de Prospectiva Archivística y Sociedad, estamos hablando con los responsables de estos recursos, queremos saber cuál es el problema, cómo podemos ayudar a solucionarlo.

Estamos también hablando con la sociedad, queremos saber qué piensa, qué necesita. Estamos trabajando para que el archivo y el archivero del futuro más inmediato sean tratados con el respeto que merecen y reconocidos como instrumentos fundamentales que son por ser fuentes de información imprescindible en toda sociedad democrática. De ser así, la memoria histórica dejará de ser un reto y un problema para convertirse en un camino que podremos recorrer con la mayor naturalidad, sin obstáculos, sin sobresaltos.

http://www.elpais.com/articulo/opinion/memoria/historica/archivos/elpepiopi/20080616elpepiopi_6/Tes

15.6.08

Na FSP de hoje

Folha de São Paulo, 15 de junho de 2008

Vítima de câncer nos anos 70 e nos anos 90, a autora de “Aids e Suas Metáforas” acreditou até o final que conseguiria superar a doença mais uma vez; o filho relembra sua cumplicidade com a fantasia da mãe

Divulgação

A escritora norte-americana Susan Sontag em Sarajevo, na atual Bósnia-Herzegóvina, em 1993, durante a Guerra da Bósnia

DAVID RIEFF

Quando minha mãe, Susan Sontag, foi diagnosticada em 2004 com síndrome mielodisplástica, precursora de uma leucemia de rápida evolução, ela já tinha sobrevivido em 1975 -apesar de os médicos demonstrarem pouca esperança de que se salvasse- a um câncer de seio de fase 4, que se espalhou pelo sistema linfático, e a um sarcoma uterino em 1998.
“Existem alguns sobreviventes, mesmo dos piores cânceres”, costumava dizer durante os quase dois anos em que viveu em um regime extremamente duro, mesmo para a época, de quimioterapia para o câncer de seio. “Por que não posso ser um deles?”
Depois daquele primeiro câncer, mutilada, mas viva (a operação a que foi submetida retirou não apenas um dos seios, mas os músculos da parede do peito e parte de uma axila), ela escreveu seu desafiador “Doença como Metáfora”.
Em parte estudo literário, em parte polêmica, foi uma súplica fervorosa para tratar a doença como doença, como loteria genética, e não o resultado de inibição sexual, repressão dos sentimentos e todo o resto -aquela tórrida infusão de Wilhelm Reich em baixo nível e a mistura de masoquismo e arrogância que diz que, de certa forma, as pessoas atraem a doença para si mesmas.
No livro, minha mãe comparou o eterno estigma ligado ao câncer com a romantização da tuberculose na literatura do século 19 (”La Bohème” e tudo mais). Nos cadernos para o livro que encontrei depois de sua morte, descobri uma anotação que me fez congelar. “Leucemia, o único câncer “limpo’”, dizia. Doença limpa, de fato. Minha pobre mãe: pensar no que a esperava…

Pavor da morte
Ela tinha tal pavor da morte que não suportava falar a respeito, mas também era obcecada por ela. Seu segundo romance chama-se na verdade “Death Kit” e termina em um ossário.
Ela era uma visitante inveterada de cemitérios. E tinha uma caveira humana na prateleira atrás de sua escrivaninha, entre as fotografias dos escritores que admirava (não havia fotos da família) e vários objetos de enfeite. “Eu pensaria diferentemente sobre ele se soubesse que o crânio havia sido de um homem ou de uma mulher?”, ela escreveu em um de seus diários.
Obcecada pela morte, mas nunca resignada: pelo menos é assim que sempre pensei nela.
E isso lhe deu a resolução para se submeter a qualquer tratamento, por mais brutal, por menores que fossem suas chances. Na década de 1970, ela apostou e ganhou; em 2004, apostou e perdeu.
Setenta e um anos não são 42, e, embora o câncer de seio seja terrível e muitas vezes letal, as curas não são raras, mesmo em casos avançados.
Mas a coisa impiedosa na síndrome mielodisplástica é que, ao contrário do câncer de seio e muitos outros cânceres, incluindo alguns do sangue, ela não regride.
Quando se é diagnosticado com MDS, como minha mãe rapidamente descobriu, horrorizada, realmente só existe uma esperança -receber um transplante de células-tronco adultas, em que a medula óssea defeituosa do paciente é substituída por células da medula de uma pessoa saudável.
O que piorava a situação de minha mãe era que, mesmo nos hospitais mais experimentais, raramente se realizava esse transplante em pacientes com mais de 50 anos. E, até onde eu pude descobrir, surfando na web tentando me informar rapidamente sobre a MDS, os casos de sucesso em pacientes com mais de 60 eram ainda mais raros. Em outras palavras, as chances de sobrevivência de minha mãe eram mínimas.
Diante desse prognóstico, suponho que ela poderia ter decidido simplesmente aceitar que ia morrer.
Mas minha mãe estava tão distante quanto seria possível a um ser humano estar da famosa e influente teoria da morte em cinco fases -negação, raiva, barganha, depressão e finalmente aceitação-, da doutora Elisabeth Kübler-Ross.
Ela estivera doente na maior parte de sua vida, desde uma terrível asma na infância até os três cânceres. E a morte não lhe era estranha: estivera rodeada por ela nos hospitais em que foi tratada, nos pavilhões da Aids em Nova York na década de 1980, onde viu três de seus melhores amigos morrerem, e em zonas de guerra como o Vietnã e Sarajevo [na atual Bósnia-Herzegóvina].
Mas nenhum grau de familiaridade poderia reduzir a intensidade com que a idéia da morte era inaceitável para ela.
Na sua visão, a mortalidade parecia tão injusta quanto o assassinato. Subjetivamente, apenas não havia como pudesse aceitá-la. Não acho que isso fosse negação no sentido do “psicoblablablá” de Kübler-Ross. Minha mãe não era louca; sabia perfeitamente bem que ia morrer. Mas simplesmente jamais poderia se reconciliar com essa idéia.

Sem vacilo
Então, para os que a conheciam bem, não foi nada surpreendente sua decisão de tentar um transplante.
A vida, a oportunidade de viver mais alguns anos, era o que ela queria, como disse ao seu médico principal, Stephen Nimer, que a havia advertido de que um transplante de medula causa sofrimento, e não “qualidade de vida”.
Nessa atitude ela nunca vacilou, apesar de praticamente tudo o que pudesse dar errado depois do transplante ter dado errado, a tal ponto que, quando morreu, seu corpo, virtualmente do interior da boca até a sola dos pés, estava coberto de feridas e hematomas. Mas acredito que, mesmo que ela pudesse compreender totalmente desde o início o quanto iria sofrer, ainda assim teria rolado os dados e arriscado tudo por um pouco mais de tempo neste mundo -principalmente mais tempo para escrever.
Em sua mente, mesmo aos 71 anos, minha mãe estava sempre recomeçando, figurativa e literalmente virando uma nova página.
Para uma escritora tão ambivalente (para dizer com moderação) sobre sua própria americanidade quanto ela foi desde a infância, esse era o mais americano dos atributos -a exemplificação da frase de F. Scott Fitzgerald de que “não há segundos atos na vida dos americanos”.
Mas, se minha mãe foi firme em sua decisão de tentar sobreviver a qualquer custo, ela compreendia perfeitamente bem a real gravidade de um diagnóstico de MDS. Sobre essa questão, até um olhar rápido nos sites relacionados na web não deixa nenhuma dúvida.
Naqueles primeiros dias após ter entendido que estava mais uma vez doente, ficou simplesmente desesperada. Mas seu desejo de viver era tão poderoso, tão mais forte que qualquer realidade adversa, que, sem negar a letalidade da MDS, decidiu acreditar que poderia mais uma vez ser a exceção, como quando fora atacada pelo câncer de seio, três décadas antes.
Seria isso negação da teoria de Kübler-Ross?
Entendo que poderia ser descrita dessa maneira, mas não acredito. A recusa de minha mãe em aceitar a morte não era uma “fase” no processo que levava primeiro à aceitação e depois à extinção propriamente dita. Estava no âmago de sua consciência.
Ela estava determinada a viver porque simplesmente não podia se imaginar cedendo ao imperativo de morrer, como me disse certa vez, muito antes do câncer terminal. Acredito, como já se disse sobre Samuel Beckett, que sua briga também era com o Livro do Gênese.
Mas ela não poderia manter sozinha essa determinação de lutar pela vida, contra todas as probabilidades. Foi aí que as pessoas mais próximas entraram, foi quando eu entrei, sem falsa modéstia, pois era uma situação que eu considerava quase insuportável.
Para que acreditasse que seria curada, minha mãe precisava acreditar que seus entes queridos também estavam convencidos disso. Virtualmente, desde o início da doença, o que eu senti que ela queria de mim -nunca disse isso explicitamente, mas a mensagem era bastante clara- era encontrar coisas esperançosas para dizer sobre suas perspectivas.
Queria maneiras otimistas, ou pelo menos não tão pessimistas, de construir até as más notícias -uma espécie de torcida moral e apoio para sua esperança, crença, chame-se como quiser, em que, apesar de sua idade avançada e da citogenética espetacularmente difícil de seu caso particular, ela seria mais uma vez especial, como costumava dizer, e venceria as estatísticas.
Para ser honesto, não posso dizer que eu realmente tenha acreditado que minha mãe tinha muita chance de vencer.
Mas, igualmente, nunca me ocorreu de fato fazer qualquer outra coisa senão reforçar e incentivar sua crença de que conseguiria sobreviver.

Terror psicológico
Nas primeiras semanas depois do diagnóstico, mas antes de ela tomar a decisão de ir ao Centro de Câncer Fred Hutchinson, em Seattle, para receber o transplante, eu ficava pensando que, diante do fato de suas probabilidades serem tão pequenas e de que sofreria tanto, talvez eu devesse ser franco.
Mas ela de tal modo não queria ouvir isso que eu nunca cheguei realmente perto de lhe dizer.
Minha mãe tinha um medo enorme de morrer. Pensava que, em vez de morrer em agonia física, ela teria morrido em terror psicológico, deprimida e inconsolável como ficou nos primeiros dias depois do diagnóstico, até que se aprumou.
E, é claro, sempre havia a possibilidade muito distante de que conseguisse -motivo pelo qual os médicos concordaram com seu desejo de realizar o transplante.
Como essas eram as opções que eu via, para mim era possível, embora de modo algum fácil, decidir não ser honesto com ela e, na verdade, preparar um relatório de advogado segundo o argumento jesuítico, apoiando o que minha mãe claramente queria escutar.
Ser seu chefe de torcida até o túmulo -era assim que às vezes eu via a coisa. Acreditar que não temos alternativa não é a mesma coisa que acreditar que estamos agindo certo.
E é essa a questão: eu agi certo? Minhas dúvidas nunca me deixarão, como não deveriam, mas minha resposta não pode ser totalmente honesta. Estou convencido de que fiz o que implicitamente ela me pedia. Obviamente, sei que não é raro os pais se recusarem a falar com os filhos sobre suas próprias mortes.
Eu estava em seu quarto de hospital, meses depois do transplante, quando ela não conseguia mais se virar na cama sem ajuda e estava presa a 300 metros de tubos que lhe infundiam substâncias químicas que a mantinham viva, mas não podiam fazer mais nada para melhorar seu estado, quando os médicos entraram para dizer que o transplante tinha fracassado e que a leucemia estava em pleno progresso.
Ela gritou de surpresa e de terror. “Mas isso quer dizer que estou morrendo”, repetia, abanando os braços macilentos e frágeis e batendo-os no colchão. Então não me digam que ela sabia desde o início.
O paradoxo terrível é que foi ao ver a profundidade de seu medo e testemunhar sua recusa em aceitar o que estava lhe acontecendo -até as últimas duas semanas de vida, quando sabia que ia morrer, mesmo que não aceitasse, ela continuava a pedir algum novo tratamento experimental- que me tranqüilizei de que a opção que fiz foi defensável.
Uso essa palavra conscientemente. Pois uma escolha que envolve uma cumplicidade na decisão de se submeter a tanta dor física, por mais que tenha sido experimentada por sua vontade e conscientemente apoiada por mim, certamente nunca poderá ser apenas chamada de certa. Não é como se eu fosse passar por todo aquele sofrimento.
É claro que eu estava abalado. Todos estamos, eu acho, já que nada realmente nos prepara para a doença mortal de uma pessoa amada. Falar sobre ela, pensar nela, tentando concebê-la abstratamente, ou mesmo lidar com pessoas doentes menos próximas de nós -nenhuma dessas coisas parece, afinal, ser decisiva para o que você tem que fazer.
Então eu volto à frase que ficou circulando na minha cabeça durante os nove meses da morte de minha mãe: “Ela tem o direito à sua própria morte”.
Mas uma coisa é acreditar, como eu fazia e faço, que minha mãe não devia nada para mim ou para qualquer outra pessoa em relação à questão de sua morte. Outra é fingir que as decisões que ela tomou e o modo como ela me envolveu nessas decisões não tiveram um preço.
Ao decidir -se é que foi algo tão consciente- ir para o túmulo recusando-se a aceitar que estava morrendo, até as duas últimas semanas antes da morte, minha mãe tornou impossível para os que estavam perto dela uma despedida adequada.
Era impossível até dizer -de uma maneira profunda- que eu a amava, porque fazer isso teria significado dizer: “Você está morrendo”.
Então também não havia a menor possibilidade de uma conversa real sobre o passado, já que tudo o que ela realmente queria era se concentrar no futuro, em “todas as coisas que preciso fazer quando finalmente sair desta cama de hospital”, como costumava dizer enquanto esteve deitada naquele leito do qual nunca mais se levantou.
Teria sido mais fácil para mim? Certamente. Mas o que poderia ter sido útil para mim depois que ela partiu seria aterrorizante para ela.
Eu sentia que tinha de acatá-la. Mas não foi fácil na época e, de certa maneira, é ainda mais difícil hoje, três anos e meio depois de sua morte. Na época eu entendia que, para ajudá-la, não devia pensar no que estava praticamente certo de que aconteceria -não apenas que ela não sobreviveria como também tinha pouca esperança de ter o que às vezes se chama de “uma boa morte”, se é que isso existe.
Meu palpite, em todo caso, é que essa conversa de boa morte tem pouco a ver com os que estão morrendo e tudo a ver com consolar seus próximos e também os médicos e enfermeiros que os trataram.

Distanciamento
Mas, para mim, não pensar no que sabia significava até certo ponto não pensar nada, porque, se estivesse realmente pensando o tempo todo e permitindo-me estar totalmente alerta, jamais teria agüentado.
Havia ali um certo conforto amortecido. Pois eu queria ter certos tipos de conversa com ela, queria lhe contar coisas e perguntar outras.
Não pensar tornava igualmente insuportável o conhecimento de que isso provavelmente nunca aconteceria. A agonia dela fazia tudo parecer trivial e sem peso, em comparação. É menos fácil se reconciliar hoje. Não estou nem um pouco convencido de ser um bom analista dos meus próprios motivos, mas, desde que escrevi minha memória sobre a morte de minha mãe, me perguntei por que o fiz.
Nunca tive nenhuma inclinação confessional e, durante a doença de minha mãe, eu conscientemente decidi não tomar notas porque achava que fazê-lo seria procurar -e talvez conseguir- um certo distanciamento que eu não queria nem achava estar no meu direito. E, durante muito tempo depois da morte dela, acreditei que não escreveria nada.
Ainda acredito que não o teria feito se tivesse conseguido me despedir adequadamente de minha mãe. Não estou falando sobre o que, nos EUA, é chamado de “closure” [encerramento], a idéia de que existe alguma maneira de passar um traço psicológico embaixo de um acontecimento e, como diz a expressão, “seguir em frente”.
Não acredito que exista essa coisa, e, se houver, não está ao meu alcance. Mas não finjo que servi a alguém exceto a mim mesmo. As memórias, como os cemitérios, são para os vivos.


O texto acima é parte de “Swimming in a Sea of Death - A Son’s Memoir” (Nadando em um Mar de Morte - Memória de um Filho, ed. Granta, 192 págs., 12,99 libras, R$ 42), de David Rieff. Tradução de Luiz Roberto Mendes Gonçalves.

http://www1.folha.uol.com.br/fsp/mais/fs1506200806.htm


A sagração da web

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Folha de São Paulo, 15 de junho de 2008

Pai da internet, Vinton Cerf diz que celulares ultrapassarão computadores como meio de acesso e prevê um novo conceito para definir a rede

DA REDAÇÃO

Vinton Gray Cerf prega a disseminação da internet. Esse é seu cargo na corporação Google, líder nesse mercado: evangelista-chefe de internet, além de vice-presidente. Mas Cerf, 64, é mais conhecido como pai da internet, por haver criado, com Robert Kahn, os protocolos TCP/IP, parte da estrutura básica de funcionamento da rede mundial -em breve interplanetária, se depender dele- de computadores.
Na entrevista abaixo, concedida a Michel Alberganti, do jornal “Le Monde”, ele fala sobre a evolução da web e suas perspectivas, incluindo a integração de objetos do cotidiano.

PERGUNTA - O sr. fez parte do grupo que conceituou a internet. Como vê a evolução da rede mundial?
VINTON CERF -
Hoje em dia, muito mais gente tenta inovar na internet. Para descrever seu modo de evolução atual, muitas vezes recorro ao modelo do formigueiro. Caso você observe duas ou três formigas ao longo de todo um dia, é provável que pouco aconteça de interessante. Mas há milhões delas no formigueiro. E, a cada dia, uma ou duas formigas descobrem alguma coisa que beneficiará todas.
A internet funciona assim.
Com quase 1,3 bilhão de usuários -o equivalente a cerca de 20% da população mundial-, novas experiências são realizadas a cada dia.
Fico sempre um pouco febril ao ler as páginas de negócios da imprensa, porque muitas vezes descubro ali que alguém inventou um novo uso para a internet, ao qual teremos de nos adaptar, uma vez mais.

PERGUNTA - Como a web 2.0 contribui para novos usos da rede (blogs, chats, trocas de arquivo)?
CERF -
A meu ver, o termo “web 2.0″ é basicamente um slogan de marketing. Dá a entender que uma nova geração da web apareceu.
Acredito, em lugar disso, que a internet se transforma de acordo com um modelo de coevolução. Interage com tudo que a cerca e, então, se adapta. As novas aplicações levam a rede aos seus limites e forçam a criação de novas soluções técnicas.
Isso posto, devo reconhecer que certas inovações associadas à web 2.0 são um fato. No passado, os primeiros sistemas de troca de informações entre empresas não funcionavam bem por falta de padronização -e foi isso exatamente que a web 2.0 veio a fornecer.
E o avanço chegou em um bom momento. Nos EUA, os grandes investimentos realizados para enfrentar o bug do milênio, antes de 2000, permitiram automatizar a atividade interna das empresas.
Resta efetuar a etapa seguinte: automatizar o intercâmbio de informações entre empresas. E que melhor ferramenta para isso do que a internet?

PERGUNTA - Os internautas se beneficiarão desses intercâmbios?
CERF -
Os consumidores já interagem com empresas via internet. Isso acontece, o mais das vezes, na realização de transações, com confirmação por e-mail. Mas as empresas muitas vezes precisam reescrever a mão os pedidos dos internautas para transmiti-los a seus parceiros.
É essa parte do processo que é preciso automatizar. E é perfeitamente possível fazê-lo, graças a aplicativos como o Google Earth ou o Google Maps, que foram concebidos de maneira a permitir que outras empresas os integrem a seus serviços de web próprios.
Dessa forma, os cientistas podem localizar via Google Earth as posições dos sismógrafos em sua rede internacional de prevenção de terremotos. Para obter acesso aos dados, basta clicar sobre o ícone que representa cada estação.
Cada vez mais os pesquisadores podem, dessa forma, trabalhar juntos, ao aglutinar diferentes redes de sensores independentes e ao correlacionar suas informações com a geografia e a climatologia.

PERGUNTA - E quanto ao comércio eletrônico?
CERF -
Tomemos por exemplo uma empresa que disponha de uma lista de apartamentos para alugar em Dallas, no Texas.
Ela pode inserir essas informações no Google Maps. Quando uma pessoa está procurando casa, o banco de dados da imobiliária mostra todos os apartamentos que atendam aos critérios especificados.
Uma empresa assim estaria utilizando os recursos da web para aumentar o valor de suas informações.

PERGUNTA - Podemos esperar aplicações semelhantes para celulares?
CERF -
Com certeza. Trata-se de um objeto que a pessoa carrega aonde quer que vá. Pode-se, nesse caso, apresentar perguntas que não fariam sentido caso o sistema de informação associado desconhecesse sua localização. Procurar o cinema mais próximo, por exemplo.
Os aparelhos móveis abrem as portas à obtenção de informações geograficamente indexadas de grande valor. Já existem 3 bilhões de celulares no mundo, dos quais 15% são capazes de acesso à internet, ou seja, quase meio bilhão de aparelhos. No futuro, para fração significativa da população, o primeiro contato com a internet acontecerá via celular, e não pelo computador.

PERGUNTA - Usar o celular torna menos confortável a utilização da internet?
CERF -
À primeira vista, sim. A tela não tem tamanho parecido. Quanto ao teclado, seria ótimo se nós tivéssemos dez centímetros de altura. Mas quase todos nós somos maiores.
É preciso, assim, imaginar novas práticas. O celular que possa detectar a presença de uma tela de computador no local -não haveria motivo para que a informação não pudesse ser transmitida para ela e exibida. O mesmo vale para um teclado sem fio.
As pessoas estão tão acostumadas a usar a internet com um aparelho por vez que nem imaginam que um celular poderia se tornar o coração de uma pequena rede.

PERGUNTA - Que impacto isso terá sobre a vida cotidiana?
CERF -
Imagine esse tipo de uso do celular em um automóvel.
Os carros muitas vezes dispõem de receptores GPS e de instrumentos que indicam, por exemplo, quanto resta de gasolina. O importante é que o celular possa conectar o carro à internet. E isso funciona nos dois sentidos.
O carro obterá informações da web e as fornecerá à rede.
Sua velocidade, por exemplo, pode ser transmitida sem identificação de identidade para a rede, que a usará para avaliar condições de tráfego naquele percurso a fim de orientar outros veículos.

PERGUNTA - O que o sr. está descrevendo não se enquadraria já à web 3.0, a internet dos objetos?
CERF -
Decerto. A internet dos objetos permitirá, em geral, delegar a terceiros a gestão de objetos. Será possível dirigir a sites de serviços pedidos como “gravar tal filme”, sem ter de procurar por ele em diferentes programas. As máquinas se encarregarão. Elas se comunicarão entre si para determinar quando o filme será exibido, a fim de gravá-lo para nós.
Bilhões de objetos disporão, assim, de capacidade de comunicação mútua. Isso permitirá mascarar a complexidade da tecnologia que estará em ação.
Tudo se passará nos bastidores.


Este texto foi publicado no “Le Monde”. Tradução de Paulo Migliacci.

http://www1.folha.uol.com.br/fsp/mais/fs1506200804.htm